Hay princesas de cuento que duermen sobre siete colchones y notan un
guisante bajo ellos, prueba inefable de que son de sangre real, muy
finas ellas. Yo no. Yo que soy de la plebe, los robaba. Mi madre odiaba
ir a la compra. Lo odiaba. Supongo que le parecía de un tedio
insoportable aguantar los marujeos del personal, después de las palizas
del hogar. Así que cuando me hice un poco mayor (esto es, sabía contar
hasta cien, sumar y restar y era lo suficentemente alta para llamar al
timbre del portal), me mandaba a la compra después del colegio. Entonces
era yo la que me apostaba al final de un mostrador que se me antojaba
altísimo, a aburrirme como una ostra. Un día, descubrí un saco de
guisantes al final del mostrador. Sería la época, supongo. Para
distraerme, cogí uno, lo abrí, y me zampé su contenido. Tal vez la
explosión del fresco sabor de los granos en mi boca fuera lo más
interesante que me ocurrió en ese lugar y momento. Así que minutos
después, cogí otro. ¡Había tantos, que uno menos no se iba a notar!. A
partir de entonces, siempre que me tocaba ir a la frutería y había
guisantes, me ponía junto al saco y ale, a disfrutar. Poco a poco, me
fuí volviendo más confiada y más ambiciosa, y un día mi madre descubrió
que junto a la compra que me había pedido había una bolsita llena de
gisantes frescos. "Yo no te he pedido guisantes", diría. Yo me eché a
llorar y canté toda la verdad. Ella me obligó a bajar a la frutería con
la bolsa de guisantes a confesar mi robo. Al contarlo entre hipidos, los
tenderos -eran dos hermanos, eso lo recuerdo- se echaron a reir, me
llenaron la bolsa hasta los topes y me dijeron que cuando quisiera
guisantes los pidiera, pobrecilla, jajaja. Ese día aprendí dos cosas:
1) no seas tan pava como para que te pillen si mangas algo y 2) los
guisantes regalados no saben igual que los mangados.
Siguen gustándome
los guisantes frescos tanto como antes, pero ahora sólo atraco bancos.
Madurar es lo que tiene.
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