
Y durante esos años, su novio -que la había dado por desaparecida- se había vuelto a enamorar y había tenido hijos. Su familia casi había desaparecido también, y sus sobrinos, y los hijos de sus sobrinos, no la reconocían. La casa en la que ella vivía ahora estaba habitada por una sobrina, mayor que ella, que si la creyó cuando escuchó su relato, sobre todo porque la historia de su desaparición en la playa había llenado muchas sobremesas, al principio de preocupación y desconsuelo, y luego de gastada tristeza y resignación. Nuestra joven de la playa tuvo que aprender a vivir de nuevo porque nada en el mundo era como lo recordaba, pero estaba decidida a tener un futuro y a vivir la vida que le correspondía sin perderse nada. Se adaptó como pudo, aprendió cuanto estuvo en su mano, y poco tiempo después no habrías apreciado que se crió en el siglo anterior. Se volvió a enamorar, tuvo hijos, enviudó y disfrutó una vida larga y feliz.
A punto de cumplir los noventa volvió a la playa misteriosa. Puso su toalla entre las dos palmeras. Se dio bien de crema, sacó un libro grueso, una bolsa de dátiles y frutos secos y una botellita de agua y se preparó para pasar la jornada cual lagartija feliz al sol. El tiempo transcurrió, perezoso, entre esas dos palmeras. Cuando los dátiles, el agua y el libro se acabaron, recogió sus cosas y se marchó. Mientras caminaba, volviendo a casa, con cada paso que daba su piel se iba alisando, sus músculos engordando y su estatura cambiando. Cuando llamó a la puerta, volvía a ser una bella y joven mujer. Su madre abrió la puerta. Ella dijo: "Hola, mamá. Ya he vuelto"
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.