Tracy perdió la vista siendo un bebé. Un virus. No tenía
recuerdo alguno de la luz ni de lo que significaba. Se adaptó al hecho de ser
ciega, de forma natural. Superó todos los obstáculos, e incluso halló belleza
en el hecho de que el resto de sus sentidos enriquecían sus experiencias de
formas que el resto de los videntes no podían sospechar, ni experimentar.
Un día, su médico le anunció una cura para su ceguera. Un
medicamento. Una dosis, y recuperaría la vista. Tracy, por supuesto, aceptó
probar el tratamiento. Tomó la dosis prescrita y tras unas horas de sueño y
descanso, se despertó con la vista recuperada. Luz. Color. Percibir lo lejano,
viéndolo. El cielo. El mar. Volver a conocer a sus amigos, sus rostros.
Ver las cosas venir.
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Cada mañana se levantaba, abría los ojos y las persianas y
lloraba de pura felicidad. Lloraba cada día. No recordaba haber sido tan feliz
nunca. No sabría si aquella sensación de felicidad se esfumaría. En su fuero
interno esperaba que sí, que con la costumbre se volvería como el resto de
personas que veían. Se olvidaría del don de la luz, de la maravilla del color,
de la seguridad de ver las cosas venir.
Al final, efectivamente, la felicidad dejó pasar al
contento.
Estaba contenta, siempre.
Un día el médico pidió verla. Se había observado en algunos
animales de laboratorio una reaparición repentina de la ceguera. La medicación,
en estos casos, no volvía a hacer el efecto deseado, y los animales permanecían
ciegos. Tampoco a todos los animales les había ocurrido. A unos sí y otros no.
No conocían las razones. Tenía que ponerlo en su conocimiento, avisarla.
Tracy volvió a levantarse cada mañana alegre, pero también
desolada. ¿Qué pasaría si la ceguera volvía? ¡¡No podría soportar perder toda
esa belleza!! La angustia empezó a ser el primer sentimiento que tenía cada
mañana. Angustia por perder la luz. Y no sólo cada mañana, sino a cualquier
hora del día, cada vez que se era consciente del don de ver. El sufrimiento era
enorme. No sabía qué hacer para mitigarlo.
Intentó racionalizarlo. Ahora veo. Ahora veo. Eso es todo lo
que tengo. Ahora. Ahora. Miraba el rostro de un amigo. ¿Volveré a verlo mañana?
Ahora. Lo veo ahora. Recordaba el rostro de un amigo. ¿Volveré a verlo mañana?
Ahora, ahora ves, ahora lo recuerdas, mañana nadie sabe.
Un buen día Tracy perdió un objeto que amaba. Lo buscó por
todas partes, pero no lo encontró. No volveré a verlo, pensó. Se quedó triste,
pensando que esta vez la visión no había tenido nada que ver en ello.
Ahora lo tengo.
La luz o el recuerdo de ella.
Si tengo la luz, pero no el recuerdo.... ¿qué pasará si
pierdo de vista a mis seres queridos? Nada. La felicidad podría seguir ahí
hasta que volvieran a aparecer.
Pero... ¿qué pasará si pierdo la luz pero no el recuerdo? El
recuerdo seguirá ahí, y ellos también, y además esa forma de sentir
enriquecida, y exclusiva. Perdería unas cosas, ganaría otras.
Y por un segundo, la angustia a tener la luz, o no, desapareció.