Mi casa está
en el vértice de una uve, como si fuera la proa de un barco. Tiene un
gran ventanal, y como es un primero alto veo la calle y los coches que
vienen a mi edificio, que está algo apartado y termina en una calle sin
salida.
En realidad termina en la tapia del tren. La vía describe una
curva frente a mi casa, y veo y escucho los trenes deslizarse a escasos
metros de mi.
Mi casa no tiene paredes. La única estancia cerrada es el
cuarto de baño. Es como una preciosa cueva, mi guarida, mi atalaya. Una
sola habitación donde las estancias se funden y confunden: la cocina
nueva, funcional y discreta, el comedor funcional con los libros y las flores, la
habitación discreta con los libros y la cama y los sueños, el salón con el sofá y
las siestas y los sueños, el estudio con el sofá y los libros y las
flores. Como en mi cabeza, todo está concectado y todo se distingue. Un
refugio en el que soñar y leer y dormir y comer y escribir y recibir a
los amigos y a las risas.
Los trenes vienen y van. Se llevan mis
ilusiones. Vuelven cargados de esperanzas. Pasan, como la vida, pasan,
recordándome que todo es efímero y presente; que está en mi sangre
viajar, volar, o quedarme en mi refugio mirando pasar los trenes con una taza de té entre las manos.