Érase
una vez una joven que puso su toalla entre dos palmeras. Se dio bien
de crema, sacó un libro grueso, una bolsa de dátiles y frutos secos y
una botellita de agua y se preparó para pasar la jornada cual lagartija
feliz al sol. El tiempo transcurrió, perezoso, entre las dos
palmeras. Cuando los dátiles, el agua y el libro se acabaron, recogió
sus cosas y se marchó. La sorpresa fue comprobar que nada de lo que
había a la mañana seguía allí por la noche. Y es que habían pasado cien
años.
Y durante esos años, su novio -que la había dado por
desaparecida- se había vuelto a enamorar y había tenido hijos. Su
familia casi había desaparecido también, y sus sobrinos, y los hijos de
sus sobrinos, no la reconocían. La casa en la que ella vivía ahora estaba
habitada por una sobrina, mayor que ella, que si la creyó cuando
escuchó su relato, sobre todo porque la historia de su desaparición en
la playa había llenado muchas sobremesas, al principio de preocupación y
desconsuelo, y luego de gastada tristeza y resignación. Nuestra joven
de la playa tuvo que aprender a vivir de nuevo porque nada en el mundo
era como lo recordaba, pero estaba decidida a tener un futuro y a vivir
la vida que le correspondía sin perderse nada. Se adaptó como pudo,
aprendió cuanto estuvo en su mano, y poco tiempo después no habrías
apreciado que se crió en el siglo anterior. Se volvió a enamorar, tuvo
hijos, enviudó y disfrutó una vida larga y feliz.
A punto de
cumplir los noventa volvió a la playa misteriosa. Puso su toalla entre
las dos palmeras. Se dio bien de crema, sacó un libro grueso, una
bolsa de dátiles y frutos secos y una botellita de agua y se preparó
para pasar la jornada cual lagartija feliz al sol. El tiempo
transcurrió, perezoso, entre esas dos palmeras. Cuando los dátiles, el
agua y el libro se acabaron, recogió sus cosas y se marchó. Mientras
caminaba, volviendo a casa, con cada paso que daba su piel se iba
alisando, sus músculos engordando y su estatura cambiando. Cuando llamó a
la puerta, volvía a ser una bella y joven mujer. Su madre abrió la
puerta. Ella dijo: "Hola, mamá. Ya he vuelto"
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.
viernes, 17 de febrero de 2012
martes, 14 de febrero de 2012
Frío febrero
Cuando salgo a la calle observo los árboles que encuentro a mi paso. Los
veo desnudos, ateridos de frío como yo, callados como yo, cansados como
yo. Pero miro sus ramas y veo brotes, yemas de hojas esperando el
momento para desplegarse y llenar el
árbol de color y luz y savia nueva. Los árboles esperan la órden. Espían
al sol, cuentan los minutos que las horas de luz alargan. Como yo.
Los almendros y los cerezos están a punto de florecer.
viernes, 10 de febrero de 2012
La princesa y el robo de guisantes
Hay princesas de cuento que duermen sobre siete colchones y notan un
guisante bajo ellos, prueba inefable de que son de sangre real, muy
finas ellas. Yo no. Yo que soy de la plebe, los robaba. Mi madre odiaba
ir a la compra. Lo odiaba. Supongo que le parecía de un tedio
insoportable aguantar los marujeos del personal, después de las palizas
del hogar. Así que cuando me hice un poco mayor (esto es, sabía contar
hasta cien, sumar y restar y era lo suficentemente alta para llamar al
timbre del portal), me mandaba a la compra después del colegio. Entonces
era yo la que me apostaba al final de un mostrador que se me antojaba
altísimo, a aburrirme como una ostra. Un día, descubrí un saco de
guisantes al final del mostrador. Sería la época, supongo. Para
distraerme, cogí uno, lo abrí, y me zampé su contenido. Tal vez la
explosión del fresco sabor de los granos en mi boca fuera lo más
interesante que me ocurrió en ese lugar y momento. Así que minutos
después, cogí otro. ¡Había tantos, que uno menos no se iba a notar!. A
partir de entonces, siempre que me tocaba ir a la frutería y había
guisantes, me ponía junto al saco y ale, a disfrutar. Poco a poco, me
fuí volviendo más confiada y más ambiciosa, y un día mi madre descubrió
que junto a la compra que me había pedido había una bolsita llena de
gisantes frescos. "Yo no te he pedido guisantes", diría. Yo me eché a
llorar y canté toda la verdad. Ella me obligó a bajar a la frutería con
la bolsa de guisantes a confesar mi robo. Al contarlo entre hipidos, los
tenderos -eran dos hermanos, eso lo recuerdo- se echaron a reir, me
llenaron la bolsa hasta los topes y me dijeron que cuando quisiera
guisantes los pidiera, pobrecilla, jajaja. Ese día aprendí dos cosas:
1) no seas tan pava como para que te pillen si mangas algo y 2) los
guisantes regalados no saben igual que los mangados.
Siguen gustándome los guisantes frescos tanto como antes, pero ahora sólo atraco bancos. Madurar es lo que tiene.
Siguen gustándome los guisantes frescos tanto como antes, pero ahora sólo atraco bancos. Madurar es lo que tiene.
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